La belleza en cada aspecto del rito litúrgico
Escribe el Santo Padre Benedicto XVI, en el n. 35 de la Exhortación
Sacramentum Caritatis:
“La relación entre el misterio creído y celebrado se manifiesta de modo peculiar en el valor teológico y litúrgico de la belleza. En efecto, la liturgia, como también la Revelación cristiana, está vinculada intrínsecamente con la belleza: es veritatis splendor. En la liturgia resplandece el Misterio pascual mediante el cual Cristo mismo nos atrae hacia sí y nos llama a la comunión [...] La belleza de la liturgia es parte de este misterio; es expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra. [...]La belleza, por tanto, no es un elemento decorativo de la acción litúrgica; es más bien un elemento constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su revelación.
Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para que la acción litúrgica resplandezca según su propia naturaleza”. La belleza de Cristo se refleja sobre todo en los santos y en los cristianos fieles de cada época pero no hay que olvidar o subestimar, por esto, el valor espiritual de las obras de arte que la fe cristiana ha sabido producir para ponerlas al servicio del culto divino. La belleza de la liturgia se manifiesta concretamente a través de objetos materiales y gestos corporales, de los que el hombre – unidad de alma y de cuerpo – tiene necesidad para elevarse a las realidades invisibles y reforzarse en la fe. El Concilio de Trento ha enseñado:
“Como la naturaleza humana es tal que sin los apoyos externos no puede fácilmente levantarse a la meditación de las cosas divinas, por eso la piadosa madre Iglesia instituyó determinados ritos [...] con el fin de encarecer la majestad de tan grande sacrificio [la Eucaristía] e introducir las mentes de los fieles, por estos signos visibles de religión y piedad, a la contemplación de las altísimas realidades que en este sacrificio están ocultas” (DS 1746).
El arte sagrado, las vestiduras sagradas y los utensilios, la arquitectura sagrada: todo debe concurrir a hacer consolidar el sentido de majestad y de belleza, hacer transparentar la “noble sencillez” (cf. Sacrosanctum Concilium, n. 34) de la liturgia cristiana, que es liturgia de la verdadera Belleza.
El siervo de Dios Juan Pablo II recordó el episodio evangélico de la unción de Betania para responder a las posibles objeciones sobre la belleza de las iglesias y de los objetos destinados al culto, que podrían resultar inapropiadas si se pusieran frente a la gran masa de los pobres de la tierra. Él escribió:
“Una mujer [...] derrama sobre la cabeza de Jesús un frasco de perfume precioso, provocando en los discípulos –en particular en Judas (cf. Mt 26, 8; Mc 14, 4; Jn 12, 4)– una reacción de protesta, como si este gesto fuera un «derroche» intolerable, considerando las exigencias de los pobres. Pero la valoración de Jesús es muy diferente. Sin quitar nada al deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se han de dedicar siempre los discípulos [...], se fija en el acontecimiento inminente de su muerte y sepultura, y aprecia la unción que se le hace como anticipación del honor que su cuerpo merece también después de la muerte, por estar indisolublemente unido al misterio de su persona” (Ecclesia de Eucharistia, n. 47). Y concluyó:
“Como la mujer de la unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo de «derrochar», dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía. [...] En el contexto de este elevado sentido del misterio, se entiende cómo la fe de la Iglesia en el Misterio eucarístico se haya expresado en la historia no sólo mediante la exigencia de una actitud interior de devoción, sino también a través de una serie de expresiones externas, orientadas a evocar y subrayar la magnitud del acontecimiento que se celebra. [...] También sobre esta base se ha ido creando un rico patrimonio de arte. La arquitectura, la escultura, la pintura, la música, dejándose guiar por el misterio cristiano, han encontrado en la Eucaristía, directa o indirectamente, un motivo de gran inspiración” (ibid., nn. 48-49).
Por eso, es necesario tener todas las atenciones y los cuidados posibles para que la dignidad de la liturgia resplandezca incluso en los mínimos detalles en la forma de la verdadera belleza. Hay que recordar que también aquellos santos que han vivido la pobreza con particular empeño ascético, siempre han deseado que los objetos más bellos y preciosos fuesen destinados al culto divino.
Mencionamos aquí un solo ejemplo, el del Santo Cura de Ars:
“Don Vianney había amado de inmediato aquella vieja iglesia [de Ars] como la
casa paterna. Para embellecerla, comenzó por lo principal, es decir, por el altar,
centro y razón de ser de todo el santuario. Por respeto a la Eucaristía, quiso lo
más bello que fuera posible tener [...] Por lo tanto, aumentó el guardarropa del
buen Dios, como decía él, en su lenguaje colorido e imaginativo. Visitó en Lyon
los negocios de bordado, de orfebrería, y adquirió lo más precioso que encontró.
«En los alrededores – confiaban, asombrados, sus proveedores -, hay un
pequeño Cura, delgado, desaliñado, que parece no tener nunca nada en el
bolsillo y que, para su iglesia, ¡quiere siempre lo mejor que hay!»” (“Il Curato
d’Ars”; F. Trochu).
***
Fuente: Oficina para las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
El arte sagrado, las vestiduras sagradas y los utensilios, la arquitectura sagrada: todo debe concurrir a hacer consolidar el sentido de majestad y de belleza, hacer transparentar la “noble sencillez” (cf. Sacrosanctum Concilium, n. 34) de la liturgia cristiana, que es liturgia de la verdadera Belleza.
El siervo de Dios Juan Pablo II recordó el episodio evangélico de la unción de Betania para responder a las posibles objeciones sobre la belleza de las iglesias y de los objetos destinados al culto, que podrían resultar inapropiadas si se pusieran frente a la gran masa de los pobres de la tierra. Él escribió:
“Una mujer [...] derrama sobre la cabeza de Jesús un frasco de perfume precioso, provocando en los discípulos –en particular en Judas (cf. Mt 26, 8; Mc 14, 4; Jn 12, 4)– una reacción de protesta, como si este gesto fuera un «derroche» intolerable, considerando las exigencias de los pobres. Pero la valoración de Jesús es muy diferente. Sin quitar nada al deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se han de dedicar siempre los discípulos [...], se fija en el acontecimiento inminente de su muerte y sepultura, y aprecia la unción que se le hace como anticipación del honor que su cuerpo merece también después de la muerte, por estar indisolublemente unido al misterio de su persona” (Ecclesia de Eucharistia, n. 47). Y concluyó:
“Como la mujer de la unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo de «derrochar», dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía. [...] En el contexto de este elevado sentido del misterio, se entiende cómo la fe de la Iglesia en el Misterio eucarístico se haya expresado en la historia no sólo mediante la exigencia de una actitud interior de devoción, sino también a través de una serie de expresiones externas, orientadas a evocar y subrayar la magnitud del acontecimiento que se celebra. [...] También sobre esta base se ha ido creando un rico patrimonio de arte. La arquitectura, la escultura, la pintura, la música, dejándose guiar por el misterio cristiano, han encontrado en la Eucaristía, directa o indirectamente, un motivo de gran inspiración” (ibid., nn. 48-49).
Por eso, es necesario tener todas las atenciones y los cuidados posibles para que la dignidad de la liturgia resplandezca incluso en los mínimos detalles en la forma de la verdadera belleza. Hay que recordar que también aquellos santos que han vivido la pobreza con particular empeño ascético, siempre han deseado que los objetos más bellos y preciosos fuesen destinados al culto divino.
Mencionamos aquí un solo ejemplo, el del Santo Cura de Ars:
“Don Vianney había amado de inmediato aquella vieja iglesia [de Ars] como la
casa paterna. Para embellecerla, comenzó por lo principal, es decir, por el altar,
centro y razón de ser de todo el santuario. Por respeto a la Eucaristía, quiso lo
más bello que fuera posible tener [...] Por lo tanto, aumentó el guardarropa del
buen Dios, como decía él, en su lenguaje colorido e imaginativo. Visitó en Lyon
los negocios de bordado, de orfebrería, y adquirió lo más precioso que encontró.
«En los alrededores – confiaban, asombrados, sus proveedores -, hay un
pequeño Cura, delgado, desaliñado, que parece no tener nunca nada en el
bolsillo y que, para su iglesia, ¡quiere siempre lo mejor que hay!»” (“Il Curato
d’Ars”; F. Trochu).
***
Fuente: Oficina para las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
0 comentarios:
Publicar un comentario